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¿Vives para trabajar o trabajas para vivir? (La respuesta incómoda que casi todos compartimos)

¿Vives para trabajar o trabajas para vivir? (La respuesta incómoda que casi todos compartimos)

El Día del Trabajo debería ser un recordatorio de luchas colectivas, pero en mi caso, terminó siendo un espejo incómodo. Cuando pregunté a mis amistades —las de carne y hueso y las de Instagram— si vivían para trabajar o trabajaban para vivir, todas las respuestas, menos una, rozaron el mismo lamento: "Sobrevivo, no elijo". La excepción fue Javier Puente, mi amigo que trabaja en el sector salud, quien respondió sin dudar: "Vivo para trabajar". Supongo que en su caso pesa la vocación —o el genuino interés de ayudar vidas en urgencias—, aunque también sospecho que su respuesta es un reflejo de ese sistema de salud roto que exige devoción absoluta a cambio de burnout.

(Javier, por cierto, tiene un episodio grabado para mi podcast, por el momento en hiatus, donde habla de esto).

Te quiero entonces, platicar sobre la historia de la caminadora —esa máquina que hoy usamos para "salvarnos" del sedentarismo— porque aquí hay algo que me va ayudar a explicar mejor mi punto. En 1818, fue diseñada como herramienta de tortura para prisioneros: una rueda gigante donde los condenados daban pasos infinitos para moler grano. Su castigo no era el dolor físico, sino la repetición sin sentido. Dos siglos después, la usamos voluntariamente, con audífonos y apps de productividad, pero seguimos atrapados en la misma paradoja: corremos hacia ninguna parte, convencidos de que es progreso.

En mi libro "Nunca des el 100, me dijo mi hermana" escribo sin muchos rodeos: la entrega total a un trabajo rara vez te recompensa, pero sí te desdibuja. No es cinismo, es realismo. Por eso repito como mantra: "Si me exigen el 150%, doy un 75% impecable. El resto es para recordar quién soy cuando apago la laptop". No hablo de mediocridad, sino de negarse a convertir la vida en un recurso renovable para otros.

Hay quienes insisten en llamar "sueño" a sus escapes laborales —ese pan que hornean de noche, las ilustraciones que venden en Etsy—. Yo me resisto a ese lenguaje. Un hobby no es un emprendimiento, y un respiro no es un plan de vida: "Mi repostería nocturna no es una startup, es el suspiro que me impide ahogarme en reuniones".

La caminadora penitenciaria del siglo XIX al menos servía para moler trigo. La nuestra, en cambio, nos hace perseguir metas abstractas: créditos, títulos, likes. ¿La diferencia? Podemos bajarnos cuando queramos. No para renunciar, sino para recordar que el trabajo es una transacción, no una religión. Los prisioneros de Cubitt (su inventor) tarareaban canciones para no enloquecer; nosotros tenemos el derecho de guardar silencios, pausas y pequeños sabotajes elegantes.

Al final, el Día del Trabajo no debería celebrar el empleo, sino recordarnos que no somos máquinas. Como escribió un expreso anónimo en 1823:

"Lo importante no eran los pasos en la rueda, sino la canción que inventábamos para creer que seguíamos vivos".


Koeppel, D. (2019, July 15). The torturous history of the treadmill. Wirecutter: Reviews for the Real World. https://www.nytimes.com/wirecutter/blog/history-of-the-treadmill/

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