Existimos de verdad en los momentos sin agenda
En una carta al director publicada recientemente en El País, Marta Garro Alsina planteó una reflexión que me hizo detenerme a pensar: "la vida es todo eso que ocurre cuando salimos de la oficina: leer en el metro, bailar sin público, llorar sin razón, escribir por necesidad". Esta frase, tan simple como contundente, desmantela décadas de narrativas corporativas que nos han convencido de que somos, ante todo, lo que hacemos profesionalmente.
Garro Alsina describe con precisión algo que todos hemos vivido: esa incómoda pregunta de "¿y tú a qué te dedicas?" que nos reduce a una función, como si el título que aparece en LinkedIn, junto con nuestra cuidadosamente curada "marca personal", pudiera "capturar el mapa caótico y a veces contradictorio de lo que uno realmente es". Su amigo, ese que prefiere preguntar "¿y tú quién eres?", ha entendido algo fundamental: hay algo profundamente empobrecedor en definir a las personas por su ocupación laboral, por más "disruptiva" o "innovadora" que sea su bio profesional.
Esta reducción de la identidad humana a una función productiva no solo es limitante, sino que alimenta una cultura laboral tóxica que confunde presencia con productividad. Y aquí es donde entra mi mantra del "Nunca des el Cien", que ofrece una perspectiva liberadora ante esta presión social. Lejos de promover la mediocridad, esta filosofía habla de algo mucho más inteligente: la asignación estratégica de la energía.
Pensemos en las matemáticas reales de nuestras vidas laborales. En ciudades como México o Madrid, no es raro invertir entre dos y cuatro horas diarias solo en llegar al trabajo. Esas son horas que no se pagan, no se reconocen, pero que drenan nuestra energía antes de que siquiera encendamos la computadora.
Ahora sumemos lo que podríamos llamar las "horas nalga": esos períodos donde tu presencia física es obligatoria pero tu productividad real es prácticamente nula. Todos conocemos esa sensación de fingir que estamos ocupados, de alargar tareas que podrían resolverse en minutos, o de asistir a reuniones que podrían haber sido un email.
Las empresas han desarrollado una obsesión enfermiza por métricas que confunden actividad con efectividad. Se obsesionan con cuántos correos mandas, cuántas horas estás conectado, a cuántas reuniones asistes, pero ignoran completamente si ese trabajo genera valor real. Es como medir el éxito de un escritor por cuántas horas pasa frente a la computadora, no por la calidad de lo que escribe.
Esta mentalidad no solo es contraproducente, sino que genera lo que se conoce como "amalgamiento": esa fusión tóxica entre el trabajo y la vida personal donde ya no sabemos dónde termina uno y empieza la otra. Vivimos en una época donde parecería que "lo que haces" te define, como si el título en tu firma de correo pudiera resumir la complejidad de tu existencia.
"Nunca des el Cien" no aboga por la pereza, todo lo contrario. Habla de ser más inteligente con nuestra energía, de dirigirla hacia lo que realmente importa en lugar de desperdiciarla tratando de ser perfectos en todo. Es la diferencia entre estar ocupado y ser productivo, entre presencia y contribución real.
Volviendo a las palabras de Garro Alsina, la vida verdadera sucede en esos espacios que ninguna métrica corporativa puede capturar. En las conversaciones que te cambian la perspectiva, en los momentos de silencio que te permiten procesar, en las experiencias que te nutren como ser humano. Cuando reducimos nuestra existencia a indicadores de rendimiento, perdemos de vista lo que realmente nos constituye.
El verdadero compromiso laboral no se mide en horas de oficina. Un empleado que trabaja enfocadamente durante sus horas designadas puede generar infinitamente más valor que uno que se queda doce horas navegando entre tareas irrelevantes. La obsesión empresarial por la presencia física (o virtual) revela dos cosas: una falta fundamental de confianza en sus empleados y una incapacidad total para medir el valor real del trabajo.
Internamente pienso, necesitamos una "rebelión silenciosa contra las suposiciones colectivas" que equiparan tiempo con productividad. Porque al final del día, mi filosofía del "Nunca des el Cien" reconoce algo que las corporaciones se resisten a aceptar: el objetivo no es una búsqueda incesante de logros, sino cultivar una vida que se sienta estable, genuina y personal.
Las empresas que realmente quieran aumentar la productividad y el compromiso deberían dejar de obsesionarse con el control y empezar a enfocarse en lo que realmente importa: los resultados. Esto significa evaluar el impacto real del trabajo, no las horas invertidas. Significa ofrecer flexibilidad inteligente que reconozca que diferentes personas son productivas en diferentes momentos y formas. Significa entender que empleados equilibrados y descansados son más creativos y eficientes.
Pero sobre todo, significa construir relaciones laborales basadas en la confianza mutua, no en la vigilancia constante.
Somos seres humanos completos, no recursos humanos fragmentados. La vida que realmente importa ocurre en la totalidad de nuestra experiencia, no solo en las horas que vendemos a cambio de un salario. Necesitamos empresas y sociedades que reconozcan esta realidad, que valoren a las personas por su humanidad completa.
Después de todo, nunca deberíamos dar el cien por ciento de nosotros mismos al trabajo. Siempre debe quedar algo para vivir, para ser, para existir más allá de la oficina. Porque como nos recuerda Marta Garro Alsina, la vida es todo lo que ocurre cuando dejamos de fingir que somos solo lo que hacemos de 9 a 5 (o 6 en mi caso).