Estar de pie, estar presentes
Ayer viví una de esas experiencias que te recuerdan por qué haces lo que haces. Me invitaron a participar en el evento "Tómate la vida a pecho", una jornada de concienciación en el marco del mes de octubre y la lucha contra el cáncer de mama. Llegué con mi charla "Nunca des el 100, alcanzando la perfección de manera imperfecta" bajo el brazo, sin imaginar lo que significaría compartir ese espacio con historias tan poderosas y necesarias.
El evento comenzó con la sabiduría médica que todas necesitamos escuchar pero que a veces posponemos. El Dr. Hiram nos habló con una claridad que agradecí profundamente sobre la importancia vital de la prevención. Sus palabras resonaron en la sala cuando insistió en que la autoexploración y la observación de cualquier peculiaridad en nuestro cuerpo puede ser la diferencia entre un susto y una detección temprana. Fue muy específico en sus recomendaciones: aconsejó a las mujeres de 30 años realizarse estudios con ecografía de mama, y a partir de los 40 años, mamografías regulares. Me quedó grabado cuando mencionó que el tratamiento debe ser multimodal, porque eso abrió la puerta a una perspectiva que muchas desconocíamos.
Fue entonces cuando la Dra. Adriana Gomar tomó la palabra para iluminarnos sobre algo que frecuentemente pasa desapercibido en medio de la vorágine del tratamiento contra el cáncer de mama: la fisioterapia. Habló de cómo el cuerpo necesita acompañamiento integral, explicando que la radioterapia como tratamiento del cáncer puede causar fibrosis en los músculos, lo que hace indispensable el trabajo fisioterapéutico. Escucharla fue entender que cuidarnos va mucho más allá de lo que vemos en la superficie, que la rehabilitación es un aliado silencioso pero fundamental en el proceso de sanación.
Después de estas charlas tan cercanas, tan necesarias, tan cargadas de información vital, llegó mi turno. Confieso que sentí el peso de la responsabilidad. Sabía que tenía que pisar un poquito el freno en el flujo de las conversaciones, cambiar el ritmo sin perder la conexión. Así que comencé con una verdad que todas reconocemos aunque no siempre nos atrevamos a decirla en voz alta: "Qué difícil es ser mujer". La sala se llenó de miradas cómplices, de sonrisas de reconocimiento, y supe que había dado en el clavo.
Les conté que venía a darles un "mal consejo", uno que va en contra de todo lo que nos han enseñado. Les compartí que mi historia venía desde otra trinchera, desde otra perspectiva de las pequeñas cosas que podemos hacer para aliviar las otras. Porque de eso se trata, ¿no? De estar de pie, de estar presentes, de seguir adelante incluso cuando el peso del mundo parece demasiado. Les hablé desde mis más de 15 años de experiencia laboral en branding y diseño, pero sobre todo, desde mi experiencia con el síndrome de burnout que me hizo darme cuenta de algo fundamental: pude haber llegado a donde estoy sin haberme desgastado tanto en el camino.
Les conté la historia de una chica estudiante de alto rendimiento que siempre obtenía 100 en todo, que se graduó con honores y comenzó su primer trabajo siendo la única mujer y la más joven. Un viernes tomó un proyecto urgente que resultó en un gran error que se imprimió 60,000 veces. La espiral de tristeza, depresión, ansiedad y esa voz interna diciéndole que todo lo hacía mal. Les revelé que esa chica era yo, trabajando en una imprenta en Monterrey cuando era muy joven y me faltaba piel gruesa para enfrentar el fracaso. Mi hermana mayor, tratando de consolarme, me dio un consejo irónico que se convertiría en mi mantra: "para qué le echas ganas a las cosas, todo va a salir mal, nunca es el 100".
Mi charla consiguió lo que más anhelaba: risas genuinas y empatía palpable. Risas que sanan, que liberan, que nos recuerdan nuestra humanidad compartida cuando les dije que no fui despedida y descubrí que todo el mundo cometía peores errores. Este evento me llevó a cuestionarme algo que ahora les preguntaba a ellas: ¿dónde hay que dar ese 100?
Reconocí frente a todas que, si bien no tengo en mi arsenal personal todas las situaciones que causan estrés para compartir como anécdotas propias, sí tengo algo que considero igual de valioso: teorías basadas en psicología cognitiva conductual sobre esas creencias limitantes preinstaladas en nuestra consciencia. Esas voces internas que distorsionan cómo percibimos la realidad. Les compartí tres creencias que nos sabotean: la idea de que para ser valiosas debemos conseguir todo lo que nos proponemos, que es catastrófico que las cosas no salgan como deseamos, y que cada problema tiene una solución perfecta y es terrible no encontrarla. Estas creencias nos llevan a tomar malas decisiones, como contestar correos los domingos o tarde por la noche, hábitos tóxicos que a mí me han llevado a sufrir gastroenteritis, una gripe que se convirtió en neumonía y me tuvo cinco días en el hospital, porque el estrés genera cortisol que se manifiesta en enfermedades autoinmunes.
Les hablé de cómo la sociedad de la autoexigencia espera que estemos siempre cumpliendo, siempre "de pie" en todas las canchas. Les invité a reflexionar sobre cómo distribuir esas energías, a distinguir dónde es necesario algo excepcional y dónde algo suficiente bastaría. Les compartí que somos más que nuestro trabajo, que nuestra identidad no debe amalgamarse con nuestra vida laboral. Les conté que cambié mi forma de presentarme: ya no digo "Soy Mónica, diseñadora gráfica", ahora digo "Soy Mónica y me gusta tomar café". Les hablé de priorizar, de cómo me cuestioné si dar el 100 en el trabajo me estaba quitando tiempo de vida, y concluí que la familia, los amigos y la salud son más importantes.
Les recordé algo que cito de Guillermo del Toro: el triunfo es una tortura, la perfección no existe y la belleza está en la imperfección. Aunque la sociedad nos pinta cómo luce el éxito, nosotras podemos darle forma y definir cómo se ve nuestra vida perfecta. Mi mensaje final fue contundente: nadie más debe tomar la narrativa de nuestra vida ni administrar nuestra energía, solo nosotras mismas. Se trata de decidir dónde y cuándo dar ese 100.
Salí de ese evento con el corazón lleno. Porque entre charlas médicas indispensables sobre prevención y tratamiento del cáncer de mama, y reflexiones sobre la salud mental y las creencias limitantes, logramos tejer una red de apoyo invisible pero poderosa. Nos recordamos unas a otras que cuidarnos es un acto revolucionario, que pedir ayuda es de valientes, y que juntas, imperfectas y presentes, somos más fuertes que cualquier adversidad. Convertí mi fracaso de 60,000 errores en un libro y una charla, y ayer esa historia sirvió para recordarnos que incluso de nuestros peores momentos podemos aprender algo nuevo, que la productividad que realmente importa es aquella que nos permite alcanzar los momentos importantes, como ver a nuestros sobrinos en un partido, sin culpa por no estar produciendo constantemente.
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