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Lectura recomendada: Estupor y temblores

Lectura recomendada: Estupor y temblores

Hace unas semanas, en uno de los talleres de Ximena Peredo sobre escritura de columnas, le platiqué que suelo escribir sobre el daño colateral de la cultura laboral del ajetreo y la glorificación de siempre estar ocupada. Su recomendación fue directa: Estupor y tembloresde Amélie Nothomb.

Esta novela semi-autobiográfica, publicada en 1999 y ganadora del Gran Premio de la Academia Francesa, cuenta la experiencia de una joven belga de 22 años que consigue trabajo en la prestigiosa corporación japonesa Yumimoto. Amélie llega con toda la ilusión del mundo, como casi cualquier recién graduado en su primer trabajo, lista para demostrar su valía, hablar el idioma, integrarse a la cultura. Lo que encuentra, sin embargo, es un sistema diseñado para triturarla.

La protagonista comienza en contabilidad. Luego la degradan a servir café. Después a manejar la fotocopiadora. Finalmente, a limpiar baños. Cada degradación viene disfrazada como consecuencia de sus "errores": usar mal el fax, contradecir a un superior, mostrar demasiada iniciativa. En cada escalón de esta caída libre, hay un jefe que a su vez es el subordinado de otro jefe, imponiendo tareas dementes, órdenes contradictorias y humillaciones sistemáticas. Todo bajo el disfraz de la jerarquía empresarial, del respeto a la autoridad, de "así se hacen las cosas aquí".

El título viene de la expresión que describe cómo los súbditos debían presentarse ante el emperador japonés: con estupor y temblores. Esa mezcla de terror reverencial y parálisis ante el poder. Y sí, suena muy lejano, muy específico de una cultura que no es la nuestra. Pero seamos honestas: ¿cuántas de nosotras no hemos sentido exactamente eso en una junta con jefes que ejercen su autoridad como si fueran dioses menores? A mí una vez me dijeron en un trabajo que no mirara a los ojos al jefe, y hasta el día de hoy no sé si era broma o verdad. Nunca me lo aclararon.

Aquí es donde quiero hacer una pausa. Porque mientras leía sobre la jefa inmediata de Amélie (la ejecutiva Fubuki Mori, perfecta en apariencia y absolutamente sádica en la práctica) se vino una reflexión que rara vez se dice en voz alta: muchas veces, las peores dinámicas laborales no tienen nada que ver con la productividad, la eficiencia o los objetivos corporativos. Tienen que ver con las frustraciones personales que alguien decidió no procesar en terapia.

El libro ofrece pistas sobre el origen de estos personajes sádicos. Fubuki, a sus 29 años, no tiene marido. Y en su contexto cultural, eso es un fracaso personal devastador. ¿Por qué no se ha casado? Porque ha sido "intachable" en el trabajo. Porque durante siete años ha dedicado su vida entera a la empresa, trabajando de forma feroz para ascender, algo poco común para una mujer. Pero esa misma dedicación la condenó: es imposible casarse cuando entregas todo tu tiempo al trabajo. Y sin embargo, nadie puede reprocharle que trabaje demasiado, porque en esa cultura nunca se trabaja demasiado. Es un sistema diseñado para que las mujeres fallen, sin importar lo que elijan.

Cuando no está todo bien en casa (cuando hay conflictos sin resolver, traumas no trabajados, autoestima en el piso o una vida personal en crisis) esas heridas se proyectan. Y en los espacios de trabajo, donde existen jerarquías y relaciones de poder desiguales, esas proyecciones se vuelven destructivas.

Fubuki humilla a Amélie no porque sea más eficiente hacerlo, sino porque puede. Porque en algún lugar de su propia cadena jerárquica, ella también es humillada. Porque tal vez reproducir el dolor es la única forma que conoce de sentir algo de control en un sistema que la tritura tanto como a todos los demás.

Y la verdad incómoda es que esto no pasa solo en corporaciones japonesas de los noventa. Pasa en oficinas mexicanas en 2025. Pasa cuando un gerente descarga su mal día con el equipo. Pasa cuando un coordinador sabotea a un compañero porque se siente amenazado. Pasa cuando alguien confunde liderazgo con ejercicio de poder.

Lo que Nothomb retrata con humor negro devastador es el absurdo de un sistema que exige lealtad ciega, disponibilidad total y sumisión performativa, pero que a cambio solo ofrece más trabajo sin sentido. Amélie no puede renunciar porque ha interiorizado que aguantar es parte de "ser profesional", de "demostrar compromiso", de "ganarse el respeto".

¿Les suena familiar?

Es la misma lógica que nos dice que trabajar hasta el agotamiento es "pasión por lo que haces". Que poner límites es "falta de actitud". Que cuidar tu salud mental es "no ser team player". Que si no contestas mails a las 11 de la noche, "no estás comprometida con el proyecto".

El trabajo de Amélie se vuelve cada vez más absurdo no porque sea necesario, sino porque alguien decidió que el sufrimiento es parte del proceso. Que entre más soportes, más vales. Que la humillación edifica el carácter.

Mentira.

Y aquí está el meollo del asunto que tantas identificamos: muchas de nosotras no tenemos ambiciones de convertirnos en CEOs ni sueños de "disrumpir" industrias. Solo queremos hacer nuestro trabajo, cobrar a tiempo, y tener una vida fuera de la oficina que no esté completamente drenada por el agotamiento.

Queremos que nos dejen en paz. Que no haya drama. Que las personas resuelvan sus asuntos personales fuera del horario laboral. Que el trabajo sea eso: trabajo. No un campo de batalla emocional donde otros proyectan sus inseguridades.

La próxima vez que alguien te haga sentir pequeña en el trabajo, pregúntate: ¿esto tiene que ver conmigo, o con lo que esa persona no ha resuelto consigo misma? Y más importante: ¿por qué tengo que pagar por eso?

Porque la realidad es que muchas deberíamos poder llegar, hacer nuestro trabajo bien, e irnos a casa sin cargar con el peso emocional de los asuntos no resueltos de otros.

Y si eso te hace "poco ambiciosa", que así sea.


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