No era una Startup, era una secta - Segunda Parte
Si no leíste la Parte 1, hazlo ahora. Te espero. Esto no tendrá sentido sin contexto.
Advertencia: Esta historia está diseñada para entretener y hacer reflexionar. Si es ficción o realidad... esa decisión te corresponde a ti. Pero las prácticas que describe existen en algún lugar, en alguna empresa, ahora mismo
Donde lo dejaste: Me vi en el reflejo del vidrio. Uniforme impecable. Sonrisa perfecta. Ojos vacíos. Y una placa con mi nombre, esperando ser colgada en el muro de los "héroes".
Los meses pasaron
Después de esa noche, algo cambió. O tal vez nada cambió, y ese fue el problema.
Seguí yendo. Seguí sonriendo. Seguí publicando en #gratitud. "Estoy agradecida por esta oportunidad de crecimiento". "Agradecida por este equipo increíble". "Agradecida por poder sacrificar mi fin de semana por la misión".
Me había convertido en lo que juré que nunca sería: una evangelista corporativa.
Reclutaba amigos para la empresa. "Deberías aplicar, la cultura es increíble". Les mostraba las fotos de los retiros, las oficinas bonitas, las plantas de plástico perfectamente colocadas. Miraba con desaprobación a quienes se iban a las 6 PM. "Supongo que no todos tienen lo necesario para estar aquí", pensaba. Como si quedarse hasta las 10 PM fuera una medalla de honor y no un síntoma de disfunción.
Como en Midsommar, donde la protagonista es seducida lentamente hacia el culto, yo había sido cocinada a fuego lento como una rana en agua hirviendo, excepto que la rana al menos tiene la excusa de ser un anfibio con cerebro pequeño. Yo no tenía excusa.
La temperatura subió grado por grado. El abrazo del primer día. El uniforme. El lema. La vulnerabilidad forzada. Los fines de semana obligatorios. La vigilancia. La foto esperando en el muro. Cada cosa individualmente parecía apenas cruzar la línea. Pero juntas eran una maquinaria perfecta de control, como un Transformers corporativo pero más siniestro y con mejor diseño UX.
El despertar (o: cuando finalmente chasqueó)
Fue un domingo. No un lunes dramático de película, sino un domingo gris y ordinario.
Estaba en la computadora, en pijama, trabajando en un proyecto que tenía que entregar el lunes. Mi roomie entró a la habitación.
"¿Vas a estar todo el día así?"
"Es solo unas horas más", mentí. Llevaba cinco horas. Serían cinco más.
"Dijiste lo mismo el domingo pasado. Y el anterior. Y el anterior a ese."
Silencio.
"¿Cuándo fue la última vez que fuiste al cine? ¿O al parque a ver un árbol? ¿O que tuviste un día completo sin abrir tu laptop?"
No pude recordarlo. Literalmente no pude recordarlo.
"¿Sabes qué día es hoy?" preguntó.
"Domingo", respondí, confundido.
"Es tu cumpleaños."
Muy dramático, lo sé.
Había olvidado mi propio cumpleaños. Porque tenía un entregable el lunes.
Mi roomie me miró con algo que no era enojo. Era peor. Era lástima. "Ya ni siquiera pareces tú."
Y tenía razón.
No era yo. Era una versión corporativamente optimizada de mí. Un clon con el logo bordado en el pecho y la sonrisa vacía de las fotos del pasillo.
El lunes siguiente llegué temprano, como siempre. 7:30 AM. El círculo de energía era a las 8:00, así que tenía 30 minutos para "adelantar trabajo".
El líder de cultura pasó por mi escritorio. "Hey, escuché que fue tu cumpleaños ayer. ¿Hiciste algo especial?"
"Trabajé en el proyecto", respondí, esperando aprobación.
"Eso es dedicación", dijo, sonriendo. Pero no agregó "feliz cumpleaños". Ni siquiera lo preguntó. Solo validó que hubiera trabajado.
Y en ese momento, algo dentro de mí se rompió.
O tal vez se arregló. Es difícil saberlo cuando has estado roto tanto tiempo que empezaste a pensar que esa era tu forma natural.
La primera grieta
Esa tarde, había un retiro "voluntario" de fin de semana. Como siempre. En un lugar "hermoso pero aislado". Como siempre.
"No puedo ir este fin de semana", dije en la reunión de equipo.
Silencio. Inmediato. Pesado.
"¿Tienes una emergencia familiar?" preguntó mi manager, con ese tono que no era realmente una pregunta sino una oportunidad de retractarme.
"No. Solo... no puedo."
Más silencio. Incómodo. Todos me miraban como si hubiera dicho algo en un idioma extraño.
"Bueno... está bien, supongo", dijo mi manager. Pero su cara decía lo contrario. "Espero que... resuelvas lo que sea que esté pasando."
No estaba pasando nada. Ese era el punto. Por primera vez en meses, no iba a pasar nada en mi fin de semana excepto existir como un ser humano normal.
Todo cambió. Rápido.
De repente mi trabajo "ya no cumplía con los estándares". Los mismos entregables que la semana pasada eran "excepcionales" ahora eran "concernientes". Un PowerPoint que antes era "innovador" ahora tenía "áreas de oportunidad significativas". Las áreas de oportunidad eran que el interlineado era 1.5 en lugar de 1.15. Sí, en serio.
Fui excluida de proyectos importantes. "Decidimos ir en otra dirección". Las invitaciones a reuniones dejaron de llegar. "Ah, debe haberse perdido en el sistema, qué raro".
Mis compañeros, me evitaban en los pasillos. Literal, físicamente se desviaban para no tener que hacer contacto visual. Como si tuviera una enfermedad contagiosa.
Tal vez la tenía. Se llamaba "pensamiento independiente".
El aislamiento fue sistemático, como una coreografía bien ensayada. Así es como los cultos mantienen el control: no necesitan expulsarte violentamente. Solo hacen que tu existencia sea tan insoportable que te expulsas tú mismo, ahorrándoles el papeleo de Recursos Humanos y cualquier riesgo legal.
Un día me atreví a llegar sin el uniforme.
No fue una declaración política. Simplemente había olvidado llevar los uniformes a la lavandería porque estaba exhausta de trabajar hasta las 11 PM toda la semana. Así que me puse una blusa normal. Mis propios jeans. Mis propios zapatos.
Las miradas fueron de horror genuino. Como si hubiera llegado con la playera de la competencia.
Mi manager me llamó a su oficina antes de las 9 AM.
"¿Está todo bien en casa?" preguntó, con esa preocupación tan falsa que casi podía ver el plástico. Como las plantas. Como las flores. Como todo en ese lugar.
"Sí, ¿por qué?"
"Te ves... diferente."
Diferente. La palabra más aterradora en el vocabulario del culto corporativo.
"Solo olvidé lavar el uniforme."
"Ya veo." Pausa larga, incómoda, calculada. "¿Sabes? He notado algunos cambios en ti últimamente. Tu energía no es la misma. Tu compromiso parece... fluctuante."
Mi compromiso. Como si fuera una métrica en un dashboard. Como si mi valor como ser humano se midiera en niveles de entusiasmo performativo.
"Creo que tal vez este no es el lugar correcto para ti en este momento de tu vida", continuó. "A veces la gente supera ciertos ambientes. Y eso está bien. No todos están hechos para nuestra cultura."
Traducción: "Renuncia o te haremos la vida imposible hasta que lo hagas."
Miré a mi manager. Su sonrisa amable. Su polo blanco impecable. Sus ojos... vacíos. Como los de las fotos del pasillo.
Y me di cuenta: esto no era una amenaza. Era una liberación disfrazada de despido.
"Tienes razón", dije. Y lo decía en serio. "Este no es el lugar correcto para mí."
Renuncié esa tarde. Sin drama. Sin correo masivo de despedida. Solo un correo corto a Recursos Humanos y a mi manager.
"Gracias por la oportunidad. Mis últimas dos semanas serán..."
"No es necesario", respondió mi manager en tiempo récord. Como si hubiera estado esperando ese correo con el dedo sobre el botón de enviar. "Podemos procesarte de salida hoy. De hecho, sería mejor para el equipo. Transición más limpia."
Traducción: "No queremos que contamines a los demás con tu mala actitud."
Cuando salí, nadie me despidió. Algunos ni siquiera voltearon. Los que sí, lo hicieron con esa mezcla de lástima y juicio que se le da a alguien que "no pudo con la cultura".
En el elevador, me vi en el espejo de acero.
Jeans normales. Camisa normal. Y por primera vez en meses, mi cara lucía... viva. Cansada, sí. Agotada, definitivamente. Pero viva.
Todavía estaba ahí. La verdadero yo. Golpeada, pero ahí.
Salir de un culto laboral es como salir de cualquier relación abusiva. Duele. Dudas de ti misma. Te sientes culpable. Te preguntas si exageraste, si fuiste tú el problema, si deberías haberlo intentado más.
Durante semanas después, me despertaba a las 7 AM con ansiedad. Revisaba Slack por hábito, hasta que me di cuenta de que ya no tenía acceso. Sentía culpa por no estar "produciendo". Por no estar "demostrando compromiso".
Lo más perturbador: parte de mí los extrañaba.
Extrañaba la certeza. Extrañaba saber exactamente qué se esperaba de mí cada minuto del día. Extrañaba la validación constante, aunque fuera manipulada y condicionada. Extrañaba sentirme parte de algo "más grande".
Esa es la verdadera naturaleza de un culto. No te das cuenta hasta que sales. Y cuando sales, hay una parte de ti que quiere volver, como un ex tóxico que al menos era predecible.
Porque al menos ahí sabías quién eras. O quién se suponía que debías ser. El mundo exterior, con toda su libertad caótica y falta de lemas corporativos, se sentía amenazante en comparación.
Pero aquí está la verdad que tuve que aprender, como un contra-lema:
Ninguna empresa merece tu salud mental. Ningún trabajo merece tu identidad completa. Ninguna transacción vale perder tu humanidad.
No les debes tu vida entera. No les debes tu familia, tu salud, tus cumpleaños olvidados, tu paz mental, o tu colección de personalidad. Y definitivamente no deberías tener que pagarles por el privilegio de convertirte en un anuncio ambulante de su marca.
Un empleo es un intercambio: tu tiempo y habilidades por compensación. Punto. Todo lo demás, la "familia", la "misión", el "propósito compartido", son narrativas diseñadas para extraer más de ti de lo que acordaste dar. Es un contrato disfrazado de destino, una transacción vestida como vocación.
Si estás leyendo esto y algo resuena incómodamente, como una alarma que no puedes apagar, presta atención. Esa incomodidad es tu instinto gritándote que corras. O al menos que camines rápido hacia la salida más cercana.
Las empresas culto no se anuncian como tales. No tienen carteles que digan "ÚNETE A NUESTRO CULTO - SNACKS GRATIS Y LAVADO DE CEREBRO INCLUIDO". Hablan de "innovación", "cambiar el mundo", "ser disruptivos", "move fast and break things" (usualmente las cosas que rompen son tus límites personales y tu salud mental).
Tienen oficinas hermosas con pizarras llenas de ideas que nadie lee, líderes carismáticos que dan TED Talks sobre "propósito", y café de especialidad que casi, casi, compensa la muerte lenta de tu espíritu.
Pero bajo la superficie pulida están las mismas tácticas de cualquier culto desde siempre: aislamiento social donde todos tus amigos son del trabajo, uniformidad forzada literal o figurativa, lenguaje controlado que reemplaza el pensamiento crítico, castigo por disentir disfrazado de "no ser cultural fit", erosión de límites hasta que no recuerdas dónde terminas tú y empieza el trabajo, vigilancia constante de tu productividad y "energía", celebración del sacrificio extremo, y esa promesa eterna de que si solo te sacrificas un poco más alcanzarás el éxito que nunca llega o que llega con aún más demandas.
Las señales de que estás en uno ahora mismo: Te sientes culpable por irte a tu hora. Tus únicos amigos son de la oficina. Usas vocabulario corporativo sin darte cuenta. Defiendes prácticas que antes te parecían absurdas. Perdiste contacto con amigos/familia porque "no entienden tu compromiso". Trabajas enfermo para no decepcionar al equipo. Mides tus logros personales en relación al trabajo. Renunciar te produce terror desproporcionado. Criticas mentalmente a quienes no se sacrifican tanto. Has olvidado fechas importantes por el trabajo y lo justificas como "dedicación".
Si tres o más de esas señales te describieron... amistad, estás en un culto. No es una startup cool. Es una secta con mejor WiFi.
En Midsommar, la protagonista termina sonriendo, coronada de flores, mientras todo arde a su alrededor. Ha sido completamente absorbida por el culto. La película es horror porque reconocemos que esa sonrisa no es libertad, es la pérdida total de sí misma disfrazada de pertenencia.
Algunas culturas laborales quieren exactamente eso de ti. Quieren que sonrías mientras todo lo que eras arde. Quieren coronarte con sus valores, vestirte con su uniforme (literal o figurativo), y hacer que creas que tu sacrificio es una elección, tu decisión, tu camino hacia la grandeza.
No lo es.
Es explotación. Sofisticada, bien empaquetada, con PowerPoints inspiradores y misiones que suenan nobles. Pero explotación al fin.
Esta temporada de Halloween, el verdadero terror no está en las películas de horror. Está en la oficina del vecino, en esa startup "con cultura increíble" que recluta en universidades prometiendo "cambiar el mundo", en esa corporación que busca "apasionados que vivan y respiren nuestra misión" (porque respirar aire normal ya no es suficiente, aparentemente).
Recuerda: Trabajas para vivir. No vives para trabajar.
Tu vida te está esperando. La real. La que dejaste pausada cuando aceptaste ese trabajo con "cultura increíble".
Feliz Halloween. Que lo más aterrador de tu día sea una película de terror, no tu siguiente reunión de equipo.



