Cuando los likes valen más que la verdad
Esta semana, en un evento organizado por Verificado MX, escuché algo que resuena con una frase de la serie animada The Midnight Gospel:
"Lo importante es alentarnos unos a otros a acercarnos lo más posible a la verdad o para cumplir con la realidad en los términos de la realidad".
Suena filosófico, pero en un mundo donde un meme de un "taquero caníbal" puede derivar en denuncias reales, o donde rumores en WhatsApp llevan al linchamiento de inocentes, cobra un sentido urgente.
La desinformación no es nueva —Daniela Mendoza, directora de Verificado, lo dejó claro—, pero las redes sociales le han dado una potencia letal. Ya no se trata solo de campañas políticas o errores inocentes. Luis Roberto Castrillón, periodista y docente, lo explicó con precisión: hay una diferencia abismal entre un periodista que confunde cifras por error (información errónea) y quien fabrica mentiras para manipular (desinformación). Y luego está la "misinformación", ese término tropicalizado del inglés que describe, por ejemplo, a tu tía compartiendo recetas de bicarbonato para "curar el cáncer" en Facebook: sin mala intención, pero igual de dañina.
El problema es que, como sociedad, nos hemos vuelto cómplices. Plataformas como TikTok y X (antes Twitter) son caldo de cultivo, pero también lo son nuestros sesgos. Daniela Mendoza lo resumió así: la desinformación nos hace enojar, y el enojo nos hace compartir sin pensar. Es un círculo vicioso alimentado por algoritmos que priorizan el engagement sobre la verdad, y por una inteligencia artificial capaz de crear deepfakes tan convincentes que, pronto, dudaremos hasta de lo que ven nuestros ojos. Luis Roberto Castrillón fue contundente al criticar herramientas como ChatGPT: no son buscadores de verdad, sino modelos que repiten —y amplifican— lo que ya está en internet, incluyendo mentiras y medias verdades.
¿Cómo romper este ciclo? Los expertos coincidieron en que no hay soluciones mágicas, pero sí un camino: educación mediática, escepticismo activo y responsabilidad compartida. Liliana Elósegui habló de un "plato sano de información", donde contrastar fuentes y priorizar el rigor sobre la velocidad sea la norma. Castrillón propuso su "recta de la verosimilitud": evaluar si lo que leemos encaja con lo que ya sabemos que es real. Y sin embargo, me quedo con una idea más incómoda: Samedi Aguirre recordó que nadie es inmune, ni siquiera los más educados. La desinformación nos golpea donde más duele: en nuestras creencias, miedos y prejuicios.
Ahí es donde la frase al principio sobre "acercarnos a la realidad en sus términos" adquiere sentido práctico. Como creadores de contenido —y como ciudadanos—, no podemos darnos el lujo de ser ingenuos. La invitación no es desconfiar de todo, sino construir una relación más honesta con la información. ¿Cómo? Cuestionando incluso lo que nos conviene creer. Verificando antes de compartir. Exigiendo transparencia, pero también asumiendo que, como bien dijo Daniela Mendoza:
"La desinformación vende mucho dinero… pero la verdad construye sociedades".
Al final, el mayor desafío no es tecnológico, sino cultural. Se trata de dejar de normalizar la mentira, incluso cuando viene envuelta en humor o en ideologías afines. De entender que nuestro rol, como viajeros en un mundo lleno de espejismos digitales, es avanzar hacia la realidad —con sus matices grises—, aunque eso implique soltar certezas. Después de todo, en un mundo donde hasta un audio de WhatsApp puede ser falso, la única brújula confiable es la que construimos entre todos: preguntando, dudando y, sobre todo, recordando que la verdad no es un punto de llegada, sino un camino colectivo.